Silverio Pérez
Por la Diáspora ando mientras el país se nos diapora aceleradamente. Gracias al pasaporte que cargo: la garganta, un libro y una guitarra, se me abren puertas que aprovecho para conocer mejor ese fenómeno diaspórico.
Primero quiero entender el concepto pues no me gusta repetir cosas como el papagayo sin buscarle la enjundia. Diáspora significa en términos migratorios dispersión de los integrantes de un país por otras tierras. Pero me gusta más el concepto de diáspora proveniente de la botánica. Se trata de ese fenómeno mediante el cual las plantas diseminan sus simientes para aumentar su propagación. O sea, es una estrategia. Algunas exponen sus semillas y el viento las carga a lugares lejanos. Otras, generan una explosión interna que las expulsa. Pues entonces, Puerto Rico es una vaina que debido a procesos internos conscientes expulsó estratégicamente sus semillas al exterior. Cada semilla germinó de acuerdo al terreno donde cayó y a su capacidad de sobrevivencia.
Del libro que cargo saco unos datos de esas primeras semillas lanzadas al vuelo. No es por coincidencia que ocurrió después del huracán San Ciriaco de 1899. El salario de los hombres que trabajaban en la caña era entre 30 y 50 centavos al día. Y, como ahora, salvando las distancias históricas, muchos jíbaros de nuestras montañas bajaron a la ciudad hacia los puertos de Ponce y Guánica seducidos con la promesa de buenos salarios, comida y una mejor calidad de vida. El nuevo régimen recién llegado comenzaba a exportar la pobreza indeseada: los enviaba a Hawai. El 22 de noviembre de 1900 la semilla dio inicio al largo viaje: a velas hasta New Orleans, en ferrocarril hasta Los Ángeles, en barco hasta Hawai. Algunos se quedaron en San Francisco pues no resistieron las condiciones infrahumanas de las embarcaciones en las que eran transportados. Allí establecieron una colonia boricua, la semilla de la diáspora. Otros echaron raíces en Hawai, sembrando caña y piña, pero nunca consiguieron lo que se les prometió. Son decenas de miles los boricuas que allá viven hoy día, descendientes de aquellos. Algunos importaron el coquí, sabrá Dios cómo, para que este pequeño animalito, símbolo de nuestra identidad, les recordara cada noche o día lluvioso, de dónde venían.
La fuerza interna de la vaina boricua para expulsar sus semillas casi siempre ha sido la desigualdad acentuado por la desgracia. Después del huracán San Felipe del 11 de septiembre de 1928, Rafael Hernández vino a la isla y fue testigo de la pobreza y la desesperanza que padecía su pueblo. De regreso al lugar donde vivía, en el Harlem niuyorquino, compuso Lamento borincano donde se preguntaba, como el jibarito de su composición, “¿qué será de Borinquen, mi Dios querido; qué será de mis hijos y de mi hogar?”. Esa canción le ha dado la vuelta al mundo en múltiples ocasiones porque es un fiel retrato del Puerto Rico que existía treinta y dos años después de la invasión.
La diáspora puertorriqueña no es una sola cosa. Tiene una hermosa diversidad, una exquisita complejidad que merece un acercamiento respetuoso y honesto de los que estamos en la isla. El puente de comunicación, como puente al fin, debe ser en dos direcciones, porque tenemos mucho que aprender los unos de los otros.
El político de acá que pretenda utilizar las diáspora para sus fines ideológicos inmediatos se puede llevar una gran sorpresa. Esa gente ha luchado mucho, ha sufrido discriminación y rechazo en carne propia, ha vivido en las entrañas del monstruo y lo conoce bien. Cuidado. El tiro le puede salir por la culata. A la diáspora debemos ir con humildad y respeto. En cada ciudad encontraremos un perfil diferente, pero con algo en común que los une a todos: el orgullo de ser puertorriqueños, esa característica imborrable que hace que la semilla produzca la misma planta no importa donde caiga. Por eso, no importa la generación diaspórica a la que pertenezcan, siguen cantando: “Mamá Borinquen me llama, este país no es el mío, Borinquen es pura flama, y aquí me muero de frío”.